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La imparcialidad en la mediación (II): zona de peligro

12/05/2021
Índice

«Hay peregrinos de la eternidad, cuya nave va errante de acá para allá, y que nunca echarán el ancla

(George G. Byron)

¿Cómo se ejerce?

El buen mediador es la barca que fluye con el oleaje del océano, balanceándose de un lado al otro, sin permitir que se rompa la cuerda del ancla que la mantiene aferrada a la tierra.

Y esa es una magnífica metáfora visual que le puede ayudar a entender lo que le voy a contar sobre el ejercicio de la imparcialidad en el proceso de mediación; partiendo de que ese oleaje son los relatos de las partes -que nos empujan a parcializarnos-, por lo cual necesitamos de un buen anclaje llamado comprensión: según la RAE, «encontrar justificados o naturales los actos o sentimientos de otros«.

Y eso, dames y caballeres, es exactamente lo que hacemos les mediadores: naturalizar; humanizar; aterrizar o convertir en terrenal toda información que nos llega de las personas implicadas en el conflicto: llantos y cabreos, errores y carencias y todo el resto de sombras que acarrea todo ser humano; aceptándolas y entendiéndolas sin juzgarlas. Es decir, comprendiéndolas (las sombras, digo).

Zona de peligro

Todo conocedor de la mediación lo es también de las zonas de peligro -que pueden existir entre partes y mediadores- que recuerda la Ley: como los posibles vínculos familiares o de amistades y enemigos. Okay, pero ¿de dónde sale la base para adjudicar tales zonas como posibles alteradoras de la imparcialidad del profesional? Porque lo más probable es que dicha base pueda surgir al margen de esa relación previa al proceso de mediación.

La incomprensión

En el momento en el que entendemos que un sentimiento, una acción o percepción no es natural en el ser humano -por cualquier valor supremo inducido por la ética categorizadora en bienes angelicales y males infernales-, nos pasamos al lado parcializado: juzgamos y prejuzgamos a las partes, culpabilizándolas y victimizándolas. Es decir, simpatizamos y antipatizamos con ellas.

Y es así como le decimos adiós a la imparcialidad mientras se aleja.

La simpatía y la antipatía

Como profesionales, nos arrojamos al fuego cuando tomamos parte en el conflicto -situándonos en un bando-.

Como le conté en mi anterior post, la empatía se encarga de alejar los juicios y prejuicios (es decir, anclarnos en la imparcialidad a través de la comprensión); pero, si solamente la aplicamos a una de las partes, se despierta el peligro de simpatizar (según la RAE, “inclinación afectiva entre personas, generalmente espontánea y mutua”) con ella y, consecuentemente, antipatizar (según la RAE, “sentimiento de aversión que, en mayor o menor grado, se experimenta hacia alguna persona, animal o cosa”) con las demás; es decir, nos desanclamos de la imparcialidad a través de la incomprensión.

Sí, puede pasar; con tanta ola emocional, se hace complejo anclarse en un punto fijo sin ser arrastrado por la corriente (más aún, entenderá, si comparte un vínculo personal, previo al proceso, con alguna de las partes).

[Lo que me recuerda una duda que le dejé abierta al final del artículo sobre las emociones en la mediación; así que ahí va un regalo de información: LA ECPATÍA, «que permite el apropiado manejo del contagio emocional y de los sentimientos inducidos» (definición de J.L. González de Rivera) «y no tiene que ver con poner un freno a la empatía, o enfriar relaciones con otros«. Este fenómeno nos ayuda a separar aquellas emociones propias de las percibidas en las historias de los participantes del conflicto -a través de la empatía-; protegiéndonos, así, de posibles confusiones emocionales que alteren, incluso, nuestra propia salud mental]

Pero bien, raramente recorreremos este rocoso camino, desviado de nuestro objetivo, si usamos las técnicas de mediación con tenacidad. Es decir, por ahora sabemos que si hay una carencia de comprensión, tanto hacia una como hacia todas las partes, se nos va a comer la parcialidad; y, para que exista tal carencia, seria necesario que escucháramos pasivamente; siendo imposible, entonces, encontrarnos con la empatía por ese dichoso camino.

La escucha pasiva

Hablamos para ser escuchados; de lo contrario, apuesto a que nadie perdería el tiempo hablando. Pero cuando decimos ser escuchados no nos referimos a que los demás se callen mientras emitimos ruidos a los que hemos otorgado un sentido; y sino, observe la ofensa que se levanta cuando alguien no es capaz de repetir aquello que se le acaba de contar -vamos, el mítico no te has enterado de nada-.

La comunicación es porcelana: muy fácil romperla, si no sabemos tratarla. Es un arte; una destreza; y una potente herramienta para aquellos que conocen su técnica.

Así pues, tengamos en cuenta el concepto pasivo/a; según el que, como dice la RAE, «implica falta de acción o de actuación» -es decir, sucede cuando se «deja obrar a los demás o permanece al margen de una acción«-, al contrario del concepto activo/a, el cual sucede cuando se «obra o tiene capacidad de obrar«.

Entendemos, entonces, que la escucha pasiva implica una situación en la que, simplemente, se permite hablar a los demás sin hacer nada al respecto; mientras que la escucha activa sí implica realizar una acción al respecto; un trabajo; un movimiento. ¿Cuál? Bueno, en primer lugar se lleva a cabo un ejercicio interno, en el que el mediador interpreta el mensaje que se le está lanzando de forma empática y, en segundo, -y precisamente porque lo que se hace es concebir, ordenar o expresar de un modo personal la realidad– hay una devolución de esa información a las partes, con nuestras propias palabras y según lo que hayamos entendido -¿hace falta que añada sin expresiones prejuiciosas?-.

¿Para qué nos sirve activar la escucha?
  • Punto número uno: para mostrarles, a las partes, que se les ha escuchado.
  • Punto número dos: para asegurarnos de que nuestra interpretación es correcta.

Vale, hacemos una parada aquí para comprender algo importante.

Partamos de una base esencial de la mediación: «la mayoría de los conflictos surgen de pequeños malentendidos» (Paul Lederach) y contemplemos un malentendido como un enredo; es decir, ¿cuántas veces se ha encontrado el cable de los auriculares hecho un lío? (dudo que para solucionar ese problema haya decidido hacerle aún más nudos al cable). Creo poder decir con absoluta certeza que, si durante el proceso de mediación se generan aún más malentendidos –osease, se enreda aún más el hilo-, el conflicto va a escalar.

He aquí la importancia del retorno de la información que se nos ha dado: para aseguramos de que la recogida de información es correcta (checked, checked, cheked) y, así, no enredar aún más la trama malentendiendo, nosotros, la información que se nos da.

  • Punto número tres: para conseguir comprender a las partes por igual y, por ende, la situación y el conflicto [¡Eo! ¡Que este es nuestro objetivo inicial! El que nos lleva a alcanzar el final: la búsqueda de la solución al problema (necesitamos reconocer el problema antes, ¿no?) y su posible consecuente acuerdo].
  • Punto número cuatro: para mostrarles a las partes que han sido comprendidas por igual (traducción: para demostrarles, indirectamente, nuestra imparcialidad).
Generación del bucle irrompible

Y es que tenemos un objetivo, en forma de bucle, que recorrer y mantener durante todo el proceso de mediación: la muestra de comprensión invita a las partes a confiar; si confían se van a sentir cómodas; si se sienten cómodas van a compartir información; si comparten información vamos a poder comprenderlas; y, como he dicho al principio, la muestra de comprensión invita a las partes a confiar.

Es un proceso de retroalimentación constante en el que la muestra de imparcialidad -por parte del mediador- asegura que haya un avance proporcional; de lo contrario, obtendremos un proceso vacío de información y consecuentemente absurdo, con lo que podremos coger nuestros cuchillos e irnos.

Cuánto curro hecho en una sola técnica, ¿eh? Y cuántos logros no alcanzados habrían, sin ella, ¿verdad? Entenderá, entonces, el nivel de peligro que hay en la zona escucha pasiva. Claro que la versión activa, de la escucha, de poco nos va a servir si la acompañamos de una expresión corporal y facial excluyente.

Dar la espalda

¿Cómo se sentiría si, en una conversación, nadie se dirigiera a usted?, ¿si la atención estuviera focalizada solamente hacia la otra dirección?, ¿y se le diera la espalda?, ¿sin dirigirle palabra ni mirada?

Si esa prestación de atención ya es relevante, de por sí, en toda situación: entonces, el desplazamiento o exclusión de alguna de las partes, en medio de un conflicto, es nivel activar la alarma de peligro a toda h*****; es decir, un indicador de parcialidad por el que raramente no protestarán las partes -aunque solamente sean- aparentemente excluídas.

Así pues, nuestra posición corporal y facial es de relevante importancia para que toda parte se sienta incluída y atendida, demostrando -de nuevo- nuestra imparcialidad de forma indirecta y conseguiendo, así, mantener el bucle de confort y confianza.

Y una reflexión final

Se habrá dado cuenta, a estas alturas, de la importancia que tienen tanto la escucha activa como la empatía en el proceso de mediación; o ante cualquier conflicto; o, incluso -y me aventuro a reivindicar-, ante cualquier situación que nos traiga la vida que requiera comunicación.

¿No cree que no dar por sentado ni la espalda es una actitud humana muy básica? Es respetuosa; dignificante; reconocedora de la existencia de todos, de todas y de todes. Dicho en corto: no discriminatoria.

¿No aplicaría, usted, este mismo método más allá de la mediación?

Creado por:

Mar Novellas
Mar Novellas

Mediadora y jurista.

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